Cuando la puerta se cerró de golpe, incapaz de resignarse,
llamó una y mil veces sin obtener respuesta. Después, cansado y con los
nudillos en carne viva, se sentó a esperar que se abriera. Al principio no
apartaba la mirada de ella, luego, con el tiempo, lo distrajo el bullicio del
mundo exterior que él consideraba un destierro. Seguía esperando, pero
aprovechaba el tiempo en muchas cosas, e incluso, hasta llegó a reír sin
sentirse culpable. Un día, inesperadamente, se produjo el ansiado milagro y la
puerta se fue abriendo poco a poco hasta quedar entornada. ¿Qué debo hacer?
¿Llamar? ¿Abrirla y entrar? ¿Esperar a que se abra del todo? ¡Tantas preguntas,
y ninguna respuesta válida, capaz de convencerlo! No te precipites –se dijo-,
piensa. Y durante horas, días, semanas, meses, no paró de pensar. Quizá por
eso, cuando la puerta, con mucha suavidad esta vez, volvió a cerrarse, lejos de
enfadarse o entristecerse, se sintió aliviado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario