Nuestra vida en la mansión era plácida y un tanto aburrida. Demasiado espacio, demasiados muebles, demasiadas alfombras, demasiadas cortinas. El jardín, algo descuidado, era la única distracción posible en aquel universo decadente que por falta de medios económicos se caía a pedazos. La muerte nos visitó dos veces en poco tiempo. Sólo cuando los hijos de los amos la vendieron y las máquinas comenzaron la demolición, fuimos conscientes de hasta que punto estábamos unidos a aquellas viejas piedras centenarias, a sus entrañables escondrijos y rincones. La polvorienta biblioteca en la que nací, la antaño bien surtida despensa, el salón de música, con el piano apolillado y desafinado que ya nadie sabía tocar, acabaron convertidos en un montón de escombros. Hoy, en el húmedo y maloliente laberinto de las alcantarillas, añoramos el paraíso perdido, condenados a malvivir como vulgares ratones.
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