viernes, 28 de septiembre de 2012

EL ESCRITOR


Aquí estoy, aplazando mi cita con la muerte por unas horas, porque necesito acabar este cuento antes de descansar. Bien mirado, tampoco es importante que lo acabe o no, pero me sirve de excusa para seguir viviendo un poco más. A mis años, cuando la fama y el dinero han dejado de interesarme, y del amor apenas conservo algún rescoldo en la memoria, lo único que me mantiene vivo es esta historia por contar, una de las muchas que he escrito sin tener ni idea de por qué lo hago, ni de qué va a servirle a nadie leerla. Aquellos que adoran la literatura, me ven como a una especie de dios al que es casi obligado seguir y adorar, y aguardan, curiosos e impacientes, alguna revelación o clave que les permita entenderme, cuando ni siquiera soy capaz de entenderme a mi mismo. Ignoran que no pretendo decirles nada, que no creo en lo que hago, y si pudiera, quemaría todos mis malditos libros para liberarme de la esclavitud de ser quien soy, o mejor dicho, de ser quien no soy, y abandonar el mundo sin dejar rastro del que me habría gustado ser. Afirman tales descerebrados que mi obra me hará inmortal. Si fuera cierto no sentiría esta angustia, y, al mirarme al espejo, no dudaría de si va a reflejarme una vez más. Como no saben sino lo que les he ido contando para exorcizar mis demonios, dan por hecho que nada de lo que hago es casual, y buscan una especie de hilo de Ariadna que les guíe a través del enmarañado laberinto de páginas en el que se han dejado atrapar, y no por mí, sino por el Minotauro de su propia vanidad que les hace ver lo que no existe, y dar tanta importancia a lo que sólo es fruto de mi imaginación y el azar. En otro tiempo adoré a falsos dioses y contribuí a crearlos antes de acabar convertido en uno de ellos. A algunos de mis adoradores les sucederá igual. Supongo que es inevitable y no serviría de nada prevenirles. El poco tiempo que me queda voy a emplearlo en el cuento que acabo de… terminar.

           

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