Aquel día el sol pareció salir por todas partes. Ni una sola sombra en la Tierra. Supimos que había llegado la hora anunciada miles de años atrás, el ansiado momento en que la vida y la muerte, el pasado y el presente, se fusionarían en un instante eterno. Allí estábamos todos, con total y absoluta normalidad, sin preguntarnos nada, sin temores ni dudas, seguros de que al fin se nos iba a revelar el gran misterio. Nos envolvía una luz nueva e indescriptible, ¿será la piel de Dios? -pensé- pero, inmerso en tal océano, comprendí que la fuente de esa portentosa luminosidad éramos nosotros mismos.
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