martes, 13 de octubre de 2015

EL VASO DE WHISKY


Esperaba encontrarlo borracho y sumido en la bruma de su depresión crónica, desaseado, oliendo a rancia humanidad y a tabaco frío. Me sorprendió verlo bien trajeado, afeitado y oliendo a colonia cara. Acodado en su escritorio frente a un vaso de whisky lleno hasta el borde, que parecía no apetecerle y con el que, cuando yo alcé el que acababa de servirme, se negó, con gesto displicente, a brindar. Por un momento olvidé mi pequeño discurso, minuciosamente elaborado y ensayado la noche anterior, sobre la responsabilidad de un escritor con quienes le habíamos anticipado fuertes sumas de dinero a cuenta de una novela de la que ni siquiera se dignaba a comentarnos nada. Sus incumplimientos y demoras eran tan habituales que lo insólito habría sido recibirla en la fecha pactada, pero su inesperado cambio de aspecto y su aparente sobriedad me desconcertaban tanto que, cuando señalando a un grueso paquete de folios, me dijo: ahí la tienes, lejos de sorprenderme lo encontré de lo más natural. 

Seguro que no sale de su asombro y cuanto pensaba decirme se le ha borrado de pronto, y ahora se debate entre darme la enhorabuena y las gracias o echarse a llorar de felicidad. En el fondo es un romántico al que un día sus socios decapitaran por arriesgar demasiado en fulanos como yo. Lo que no sabe es que esa es mi última novela, porque en ella, como en todas las anteriores, lo que me impulsaba a escribirlas era el deseo de encontrar en la ficción un determinado arquetipo de mujer. Ahora que lo he hallado en el mundo real, ya no necesito escribir más, y lo único que me apetece es vivir. Ni más whisky ni más historias que inventar.  
     

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