A mí, Aguilnopec, décimo quinto hijo del sol, me fue
confiado en sueños el verdadero nombre de la luna. Tras múltiples intentos al
fin logré pronunciarlo bien y la creé. Ahora hay dos lunas, la que todos ven en
el cielo y esta que recorre cada noche de este a oeste mi habitación, flotando
en el aíre y reflejando la luz de las antorchas. Una luna rojiza o amarillenta, dependiendo
del color del fuego, en la que no hay cráteres pero tan bella y misteriosa como
la que antaño crearon los dioses. Para que fuera así de pequeña pronuncié su
nombre en un susurro casi inaudible, pues de haber alzado la voz su enorme
tamaño habría puesto en riesgo el equilibrio entre la otra y nuestro mundo. No
puedo permitir que la vean mis esposas y sirvientes porque enloquecerían, por
eso vivo aislado entre estas cuatro paredes. Antes de regresar con mi padre
pronunciaré de nuevo su nombre, invirtiendo las letras para que se deshaga sin
dejar rastro. Mi luna y yo estamos condenados a desaparecer para siempre. Todo
regalo de los dioses es una maldición.
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