Cuando descendí al infierno ignoraba que lo era. El diablo
que me recibió no era feo, cruel y despótico, sino todo lo contrario. Incluso
sonreía. Después, al decirme dónde estaba, recordé todo lo malo que me habían contado
de ese lugar y sentí un miedo atroz. Pero, para mi sorpresa, no vi llamas, ni
calderas, ni potros de tortura, ni monstruos con tridentes. Sólo cuando reparé
en la inmensa multitud de gente, en cómo me miraban, cuchicheaban en voz baja
unos con otros y me volvían la espalda sin dirigirme la palabra, para continuar
vociferando entre ellos riendo a carcajadas, pensé: ¿He de estar aquí, con
estos, por toda la Eternidad?. Sin un sólo momento de soledad, siempre rodeado
de zafias alimañas hasta acabar convertido en una de ellas. Imposible imaginar
un tormento mayor. ¿Si este es el infierno, qué es el Cielo? le pregunté a Luzbel,
y contestó impasible: Lo que tú llamas cielo es la nada.
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