En un lejano reino cuyo nombre olvidé, los dioses encargados
de repartir los dones a los recién nacidos, al último en nacer, a falta de otro
mejor, le concedieron el don de la palabra. La más antigua y sabia de los
inmortales lo miró con ternura y sentenció: tú serás siempre el más desdichado
de todos. Lo que digas o escribas consolará a los otros, pero cuando precises
comprensión y consuelo, lo que hoy te concedemos no te servirá a ti.